Y me volví, con las manos vacías y el corazón estrujado. Con pena, con resignación (y sabés cuánto odio la resignación), pero con dignidad. Después pasó el tiempo y supe de vos por otras fuentes. Vos no me habías buscado. Decidí borrarte de mi corazón, olvidarte, seguir adelante, emprender un camino a fuerza de dos piernas y un pulmón que respira sano. ¿Fácil? No. ¿Cómo lo hice? No lo sé. El tiempo es un gran maestro y la paciencia una profesora enorme. Poco a poco logré ir dándole a mis días un matiz más alegre, recuperar la sonrisa del olvido, resignificar lo cotidiano con nuevas esperanzas y metas. Empecé a trabajar para mí, a comprometerme con la causa, me enamoré de algunos sencillos logros. Y hoy miro el camino recorrido y no me arrepiento de haberte ido a buscar, de haberme arriesgado por lo que sentía, de sacudirme las seguridades y arrojarme al vacío sin red ni nada, simplemente saltar, por impulso, para descubrir junto a tu mano el mundo.
Si hoy no respiro al lado tuyo, al menos respiro tranquila: de saber que me dejé llevar por las emociones más absurdas y contradictorias, por los sentimientos más nobles, más simples que puedan imaginarse. Aprendí un poco más sobre los ríos, las cascadas, las orillas. Aprendí a hacer algo más que patear piedritas en la ruta: hice con ellas un llano “patito”, cuando me senté frente al lago en ese pueblo olvidado. Entendí que viajar sola es un gran cariño eterno y supe que en el bolso de mano debe haber un libro, ningún peine y un delineador de miradas. También un poco de vacío, preguntas andariegas, apenas, nada más.
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