Lo primero que se me ocurre es cómo la gente en el micro puede ir tan tranquila con esta tormenta. Será que me tocó el asiento de arriba y delante de todo, el peor, porque veo la ruta oscura en frente, como a veces veo mi vida. Con la intensidad de esta lluvia ya parece un milagro estar viva, acá arriba. Pero lo pienso mejor: no es que la gente vaya tranquila con la tormenta y eso le permita dormirse, es al revés: ante la intranquilidad o el miedo (de un viaje, de una tormenta peligrosa en viaje, de ciertas inseguridades, de lo que sea) la gente se duerme bajo el miedo, prefieren no sentirlo, y si pasa algo, no enterarse. ¿Por qué entonces yo prefiero estar despierta por si algo pasa, y no contenta con eso, elijo describir el momento, de miedo, a plena conciencia? Qué cuestión. Quizás me alivia esto y no las leyes del sueño. ¿Ésta es mi oniria?
Cuando un viaje, un camino.
Cuando un camino, un conductor.
Cuando un conductor, pasajeros.
El azar. De estar viva, por decisión y milagro.
I
Otra vez en movimiento, sobre el autobús. Escribo, olvidando (intentando olvidar) que hay gente alrededor. Todos duermen. Otra vez, el consuelo, el susurro de este áspero goteo que raspa apenas el metal y los vidrios. Nosotros en esta especie de canasta movible a prueba de casi todo, y a la vez tan vulnerable e inestable. Si esto no es confianza en la humanidad, ¿qué lo es?
Por suerte vino este consuelo natural a estamparse contra tu voz que ahora no me acaricia, ni me seda, porque no la oigo, pero igual la siento latir y pulsar en este viaje.
Es increíble el equipaje. Todo lo que una es capaz de transportar sin que se vea. No hablo de los fantasmas. Hablo de elementos que una elije traer a un viaje, hablo de “cosas” que una elije dejar, y hablo de los lugares donde una a veces en la vida, elije quedarse. Y por más que se haya avanzado en tiempo y espacio, una se ha quedado, una dejó sus ojos apoyados en una mesa de ayer, de otro lugar, una mesa con patas de pasado.
Así es como ahora siento que traje mis ojos pero también traje tu voz que ayer me quería, me empujaba, me lamía suave.
Ya casi no leo lo que escribo, apagan las luces. Pero siento que ahora, mejor que nunca, distingo muy bien lo que digo de lo que elijo callar.
II
Mi miedo no era casual. Luego de u tramo en la ruta, nos demoramos 5 horas. El choque fue entre un camión y un micro como el nuestro. El impacto había sido justo en el lugar de arriba, de frente, igual a donde estamos mi compañera y yo. No pude menos que sentirme rara, otra vez el milagro alrededor, el salvarme, el susto.
SAN SALVADOR DE JUJUY- Hostel.
Primer noche en un hostel. La gente es amable. Y de todos lados del mundo, se reúnen aquí. El señor azar nos reúne. Espero llegar a Tilcara, tengo expectativas con este sitio, en relación a mi búsqueda. Estoy contenta de tener la posibilidad de hacer este viaje, que por ahora se presenta y desarrolla demasiado tranquilo para mi energía. Aún acá.
TILCARA
Vacaciones de mí, de la que soy en la ciudad, de los espejos crueles. Vacaciones de lo que no tengo, de la que no fui, de lo que no dije.
Sentir. Sin más. Como cuando las cosas caían por su declive. Hoy, todo lo que cae, es empujado. No pensar. Sentir. El día sentir, el nomiedo sentir, la tranquilidad. No adelantarse. No anticiparse. La paz. No: una paz, chiquita, en mí, una mía, mi forma de paz. Mi descaro.
Qué cosa puedo yo sentir sin anotar. Qué cosa puedo decir de esta inmensidad (cerros, valle, amor de pueblo originario) que quepa en este discurso de ciudad, en este discurso tonto, tan adaptado a ruidos de camiones, tan lejano a monte y a no-sonido. Qué cosa, entonces, con qué palabras decir: este cielo, perfecto, sin caras ni rostros de soledad; esta migaja de tierra, que parece más fértil que cualquier otra que pueda conocerse; este valle donde estoy reclinada pero más despierta que nunca, valle que como mi mirada, se esconde entre cerros dibujados; ésto, parecido a la vida, a una vida de palabras dulces, de fauna compañera, de delicia toda.
Entonces, despojo. De ruedas, de manubrios cansados. De cintas de seguridad, despojo de una lengua empantanada de ciudad. ¿Estarán descansando sobre las mesetas de montaña estas ideas que ahora busco decir? ¿Estarán con respeto esperando ser dichas?
HUMAHUACA
Estoy sentada en uno de los 103 escalones que tiene la escalinata de Humahuaca, la famosa, la que conduce al monumento a los Héroes de la Independencia. Leí que acá en Humahuaca se libraron como 14 batallas en la guerra por la Independencia Nacional, no es poco, era para monumento realmente. La figura principal del monumento es Pedro Socompa, el indígena que lleva la noticia de la libertad. Me da el sol en la espalda con una fuerza tal que me corro de lugar. Mirando derecho ya puedo ver una línea irregular que esconde el cielo, parece un dibujo, pero es real. Es el horizonte, tan distinto éste a todos.
Los trabajadores no tienen apuro alguno. Hacen las trenzas sentados contra algún pilar, debajo del farol, sobre el pasto, en la escalinata, parecen no pensar en nada, sólo trabajar y jugar con las manos. Los puestos de feria son un despliegue de alegría y color, parece un semáforo para el consumo, luz verde, luz roja, luz amarilla, es un arcoíris de mercadería autóctona y no tanto. La alegría pertenece a los turistas. Las expresiones de quienes venden o viven allí son de planicie, expresiones planas. Una mujer hermosa está alzando las clavas, haciendo malabares, en el centro de la escalinata. Más lejos, una señora de sombrero ladeado camina lento, con bolsas a uno y otro lado, un paso y otro, y otro más, y así, un balanceo precioso. Mi sensación es de lugar donde no corre el tiempo, donde no hay preguntas, donde se disipan algunas dudas, donde no hay alternativas. Una conoce Humahuaca y después de eso, no hay más opciones.
IRUYA
A 70 km de Humahuaca, el paraíso. Durante el viaje, tan temido por el camino de ripio en montaña, bordeando el precipicio, como espectacular, por la inmensidad de los paisajes, me fue saliendo ésto.
Donde no hay señales ni carteles,
donde las manos no tocan pavimento,
donde la nada se encoge de hombros
donde el cielo raspa y se sueña pueblo
donde nadie te dice cómo y nadie te está esperando.
La nada se resigna ante una filosofía
naturalmente bella,
entonces llega cierto intuir.
No puedo decir : ésto
es cosa de locos,
porque esto es cosa de cuerdos, cosa de sanos,
cosa de maravillas.
Nada obstruye la visión, o mejor dicho,
algo sí, el aire, minutos de piedra al costado
del camino, y una pequeña niebla
del color de los ojos.
Pedí permiso a la montaña para emocionarme; me dijo que sí.
El lugar iguala. Porque tanto
oro como barro llorarían.
Pienso: este cielo no necesita pájaros.
Cuando llegué
sentí la profunda necesidad de agradecer.
Y bueno, ésto sentí de Iruya.
RETIRO
Es difícil llegar a un lugar así teniendo esta paz. Porque el lugar está lleno de cotidianeidad, y, en esta parte del mundo, lo cotidiano está rabioso, de tiempos, de espera, de nimiedades, que al citadino lo enojan, y le parecen importantes. Entonces sucede lo que nadie parece escuchar ni ver; sucede que una señora le grita “NEGRA DE MIERDA!!!” a la empleada, y alejándose con su bebé en brazos le grita “Y POBRE!!! NEGRA Y POBRE!!!”, y nadie la mira porque es el paisaje cotidiano.
Son cosas de las que yo no me sorprendería y no notaría si no fuera porque estoy llegada de los cerros, la montaña, la gente norteña, pacífica, casianestesiada, de habla muy bajita, casi un murmullo. Vida de espera. En el norte todo hay que esperarlo, y mucho. Una baja la ansiedad, se adapta. Y se acopla con el silencio.
Es difícil, decía, porque una intenta mantener esa paz que trae, pero en el fondo una sabe que tarde o temprano termina mezclándose, siendo una gritonta más y elevando la voz, sin necesidad. La ciudad, los nervios de la ciudad, te chupan y te dejan a vos también, conciente o no, moviendo el piecito en el piso ante una espera, o puteando entre dientes porque el colectivo no llega (como si eso lo hiciera venir más rápido…).
Cuando se llega de un viaje así, me sucede algo similar a cuando recién me despierto: estoy tranquila, no pienso en nada, mansa, hasta que poco a poco el día y los pensamientos van tomando más partes de la cabeza y me despiertan, el ruido de la pava, la radio, el ascensor, la calle, bocinas, almacén, puteadas de la gente, buen día. Usted está aquí.
Cuando llego del viaje es similar. Siempre me pregunto cuánto podré hacer durar esta paz que me acompaña, cuánto tiempo pasará antes de largar la primer puteada, o de inquietarme por algo que no vale la pena, algo que no sale en el tiempo que yo lo planeo o en el tiempo que dispongo.
De lo que no caben dudas, porque es objetivo, es de este malestar que hay en Retiro, en Buenos Aires en general, de lo mal y descortés que se trata la gente entre sí. Esto en el norte no existe. O, existe pero yo no lo percibí. Hay clima seco, la gente también es seca, pero es una sequía dulce, blanda, tierna. La gente no se altera, no se trata mal. Pero, sí, es cierto: se levantan por la mañana y lo primero que sienten es un cerro, una montaña, silencio, un cielo hermoso con nubes que realmente, y no es mi imaginación, son algodones.
¿Por qué se discute por pavadas? ¿Por qué se alargan conversaciones inútiles, sin sentido? ¿Por qué el porteño se cree más que el resto? ¿Por qué la verborragia ansiosa, con qué necesidad, con qué objeto? ¿Por qué el señor le decía a su mujer por teléfono con el ceño fruncido y con muy mal tono, “TE DIJE PLATAFORMA DOS. NO ME ESCUCHASTE? PERO, A VER, DÓNDE ESTÁS? VENÍ YA. Y MIRÁ QUE YO TE DIJE PLATAFORMA DOS, NO SÉ A DÓNDE TE METISTE…”. Y después la mujer llega, también con mala cara, y discuten hasta que se agota la cola y suben al micro, y todavía allí siguen con mala cara.
En el norte las parejas mayores caminan abarazadas, mirando hacia adelante, con manos entrelazadas, con charlas bajitas, bajitas, bajitas. Con planes chiquitos, chiquitos. Con sonrisas o mediasonrisas, siempre. No se gritan, al menos no en la calle. Nadie grita. Nadie se cree mejor ni superior que nadie. No existe la soberbia.
Retiro-La Plata
En el micro, llueve. Cuando llueve en la dirección que está lloviendo ahora, las gotas empujadas por el viento en el vidrio parecen espermatozoides atrevidos buscando llegar a algún lado. Se estiran y alargan hasta quedar con su cabeza buscadora delante y una cola larga detrás. Y son millones. En la ventana. Buscando llegar al borde.
Cuando se prepara la tormenta, hay cálculos milimétricos en el espectáculo urbano. Las bolsas en la vereda empiezan a bailar locas, dibujan semicírculos histéricos, es un afiche cíclico, y las hojas, ellas se agrupan y se dicen cosas girando en ronda, de la mano, sin discriminar si verdes, amarillas, o marrones, deberíamos aprender de ellas.
Las nubes, a primera vista, quieren ser notadas y llamar la atención, porque van y vienen rápidas, inquietas, revoltosas, teñidas de negro, oscuras oscuras todas, se empujan queriendo ganar el protagónico; los árboles saludan moviendo las copas de un lado a otro, de un lado a otro, suavemente y después enojados con el viento, luchando hasta que se entregan y se dejan peinar raya al costado, aunque se vean a sí mismos como chapados a la antigua. Los menos sumisos y más iracundos, quiebran ramas en señal de desagrado. Todo está planeado. Es un ritual previo a la lluvia furiosa. Lo sé o lo vi. Ya no importa.
Fin.
Hola. recién termino de leer tu diario de viaje por el norte. Está muy bueno eso, de lujo, del que puede darse el lujo de escribir además de sacar fotos. Cada parte es como un cuadro trabajado con tan lindas como hondas pinceladas. Se ve que te han hecho bien esos kilómetros andados, que te han servido para ver una de las tantas caras del planeta, que no todo el mundo cabe en 7 y 50. Me alegro, por vos y porque al escribirlo lo compartas. Gracias!
ReplyDeleteLas 4 fotos que pusiste tienen que ver justamente con algunos de los lugares mencionados. Qué lindo que se puedan agrandar a toda pantalla, un magnífico recurso ese. Me gustó la señora con sus bolsas que bambolean al andar, me la imagino... Ja!
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